Las semillas de la guerra
         El fotógrafo James Nachtwey ha publicado un libro con las instantáneas realizadas durante más de diez años. Todas las fotografías retratan la crudeza de la guerra. No le importa el bando que tiene razón ni las causas políticas que provocaron los enfrentamientos. En el corazón de sus fotos está la verdad, la realidad de un conflicto bélico.
         Las palabras de Joseph Conrad en "Heart of Darkness" explican a la perfección el sentimiento humano ante la guerra: "ellos eran conquistadores. Sólo y para ello sólo necesitas fuerza bruta, nada de lo que vanagloriarse cuando se tiene. Tú, porque tu fuerza es sólo un accidente que emerge de la debilidad de otros. Cogían lo que podían conseguir en atención a lo que tenía ser obtenido. Era simplemente robo con violencia, crimen con agravios a gran escala, y los hombres dirigiéndose hacia ello ciegos... La conquista de la tierra, que la mayoría de las veces significa el quitársela a los que tienen una complexión distinta o narices algo más planas que las nuestras no es nada bonito, si se investiga demasiado".

         Durante la Guerra Civil americana, soldados de ambos bandos hablaban de "ir a ver al elefante". El elefante al cual se referían era la realidad de la guerra. La frase sugiere el paisaje de su origen, la América rural del siglo diecinueve, donde un circo como el de P.T. Barnum podía mostrar a la gente imágenes que jamás hubiera imaginado.

         Las fotografías de guerra de aquellos días son imposiblemente singulares ahora, con sus generales de postura desaliñada y jóvenes soldados sombríos. La tecnología a que podían acceder era limitada, y no podía transportar lo repentino, lo aleatorio, la despiadada promiscuidad de la guerra. Las fotografías del período estaban obligadas principalmente a replicar la pintura y a reforzar una impresión contemporánea de la guerra como algo metódico, susceptible de romanticismo y relacionado con desfiles. Los únicos elementos fuera de orden eran las ciudades destripadas y los muertos.

         Hoy, menos inocentes sobre este tipo de cosas, podemos ver que las fotografía de la Guerra Civil estaban intentando mostrarnos algo extraordinario. Pero los escombros y los cuerpos son inexpresivos. Los muertos siempre dan la sensación de que de alguna manera parecen estar en complicidad con sus circunstancias. "El elefante" no podía ser retratado. Los soldados que volvían tenían un secreto que sólo podían compartir los unos con los otros.

         En el calor de la vida, las cosas suceden demasiado rápidamente para examinarlas, aunque el examen es tan necesario como el pan. Estamos enfrentados a un imperativo moral de percibirnos a nosotros mismos dentro de la realidad, aunque ambos, nosotros mismos y la realidad, pueden se sorprendentemente difíciles de encontrarse. Necesitamos parar el tiempo, aislar los sucesos y las acciones y considerar lo que significan, o si no lo que nosotros podemos hacer que signifiquen. Debemos estar siempre intentando entender y no tenemos nada con lo que trabajar aparte de las fotografías, las historias y nuestras imaginaciones. Todo sería mucho más fácil si pudiésemos estar en un lado y hacer que las cosas mismas, en toda su deslumbrante variedad, estuvieran en el otro lado. Pero somos parte de las cosas.

         El arte es el principal proceso a través del cual logramos un consenso sobre cómo es con nosotros. Solamente el arte puede sacar un momento del remolino de sucesos y situarlo enfrente de nuestro escrutinio. Es el lugar donde la imaginación se encuentra con el mundo externo y donde se puede ver que sutilmente la una cambia al otro.

         Los retratos de James Nachtwey en este libro son arte, no hay duda de ello. Reflejan la discriminación del fotógrafo, su percepción y su sensibilidad. Nuestra respuesta a ellos será inevitablemente parcialmente estética, apoyándose en aspectos abstractos como la forma y la línea, la sombra y la luz. Más aún, son una clara demostración de la absoluta conexión entre la estética y la moralidad. Es imposible reaccionar a ellos sin referirse a ambos, su forma y su contenido.

         Más allá del arte, las fotografías aquí son periodismo contemporáneo. Todas son de guerra o de sus secuelas o de intersticio. Como tales sirven a la eterna fascinación humana con violencia y sufrimiento, lo que es primario, y que parece no complicado y conocido a todos los editores de periódicos. Esta fascinación es algo que a veces deploramos en sus aspectos más básicos. Nuestro impulso de deplorar es humano y progresivo. Si realmente no hemos conseguido hacer de nuestro mundo un lugar menos cruel y brutal que como era en el pasado, al menos hemos conseguido, por decirlo de alguna manera, limpiar "el acto". Hemos llevado adelante nuestros esfuerzos para ocultar los aspectos feos de la existencia mortal. Realmente no es para mofarse de ello, porque su propósito es fomentar nuestra autoestima, sin la cual arriesgaríamos nuestra misma humanidad. Hemos intentado eliminar o aislar las lentes que consienten la depravación y la crueldad y las reconocen por lo que son. Hemos quitado de la visión del público las imágenes como el sacrificio de animales, ejecuciones judiciales, y los horrores de la muerte y la enfermedad. Pero, sin embargo, cuando hacemos todo esto sufrimos una cierta incomodidad pensando que al evitar la visión plena de algunos de los horrores de la realidad contemporánea quizás estemos siendo hipócritas, excusando nuestras conciencias en vez de educarlas.

         Nada es gratuito. Al representar lo que era más importante para ellos, los artistas medievales pintaron escenas de violencia y sufrimiento una y otra vez. Al hacerlo así estaban dando a su mundo algo que éste requería absolutamente, una manera de trascender y aceptar el dolor universal de la vida y la muerte. ¿Qué estaban buscando nuestros antepasados en un arte que reflejaba la feroz realidad que les rodeaba? Estaban buscando, creo, el significado del sufrimiento. Ellos esperaban, como nosotros básicamente no podemos, que su dolor fuese significativo. En una determinada escena de una crucifixión, la gente puede ver la resistencia de la tortura ennoblecida. Podían ser testigos de todas las humillaciones de la humanidad pertenecientes en parte al mismo cielo. La crueldad casual de las masas, la brutalidad de los soldados mercenarios, las leyes arbitrarias y despiadadas de clérigos y reyes, estaban todas representadas. La omnipresencia del filo intransigente de la vida también se habría podido representar menos directamente. Las Madonnas de los grandes artistas italianos no eran en absoluto sentimentales. También se dirigían a las más despiadadas condiciones de aquellos tiempos. En aquellas caras tiernas, sombreadas por la esperanza y la tristeza, estaba expresado el desconocido valor de cada mujer encarándose a la visión de la muerte y aflicción que la maternidad traía consigo. Su expresión en términos religiosos lo hizo glorioso, algo compartido por todas las mujeres, desde la más humilde campesina hasta la misma María.

         La dimensión religiosa y su reverencia por el martirio ya no nos sustenta en el Oeste, pero el retrato de la humanidad sufridora jamás ha perdido su dimensión moral. Tal y como todavía esperamos de las imágenes que "signifiquen algo", nosotros continuamos queriendo que el sufrimiento humano signifique algo también. Su presencia universal permanece tan misteriosa para nosotros como lo era hace tiempo.

         La cámara de Nachtwey tiene un modo de encontrar elementos trágicos en un mundo tan brutalizado que debería estar más allá de la tragedia. La tragedia requiere una cierta nobleza en sus víctimas; vista en "Semillas de guerra", esa nobleza es conmovedora y colectiva. Se expresa en los patéticos artefactos de la vida diaria a la cual muchos de los temas de Nachtwey aspiran en vano; en el dolor; en la misma esperanza, que aparece como una presencia atormentadora, implícita, en tantas de las fotografías.

         La representación de la tragedia tiene como su más antiguo propósito la evocación en el espectador de las cualidades de la lástima y el terror. "La lástima surge de la disfortuna de un hombre como nosotros mismos". Estos en combinación producen la "catarsis", algo positivo, una liberación de la tensión, un adaptarse a las cosas, lo que hizo con la condición humana algo mucho más tolerable. Esto es algo parecido a la experiencia que produce este tipo de fotografías. También se sostenía que el héroe trágico era aquél "cuyo infortunio es causado no por el vicio o la depravación sino por un error o una debilidad". El error trágico que se verá aquí también es colectivo: la incapacidad humana para aprender u olvidar, en la cual toda guerra tiene su origen.

         Una verdad sobre la cual "Semillas de guerra" testifica elocuentemente es que por cada luchador y cada arma juntas existe una proporción compuesta de miseria entre no combatientes. En El Salvador tres niñas pequeñas en vestidos de domingo están de pie en el remolino de polvo de un helicóptero, como las víctimas de una pesadilla colectiva. En Belfast una pareja camina a lo largo de una calle quemada y sucia. La mujer empuja el pequeño en su cochecito. Podrían ser una pareja en la mañana de domingo en cualquier parte. Detrás de ellos, un camión quemándose en la carretera forma una pared de llamas. En otra parte de El Salvador, un hombre protege el cuerpo inconsciente manchado de sangre de una niña pequeña con el suyo propio, en lo que claramente había sido un campo de batalla unos minutos antes. En el fondo hay soldados, afianzándose, reuniendo a sus heridos, todavía paralizados en el "shock" de después del combate. Uno de ellos parece mirar en la dirección de la cámara. Es una imagen de tal impacto que bien podría ser la ventana de una catedral, reflejando toda la tristeza y la brutalidad y la extrañeza de la guerra. Incluso el miedo, algo raro en las fotografías de guerra, se ve en las caras de una mujer y su hija intentando decir las cosas correctas a los soldados correctos.

         Una y otra vez estas fotografías retratan la absoluta reductibilidad de la guerra -qué fácil y rápidamente destroza cualquier esfuerzo y pretensión, exponiendo a cada uno y a cada cosa como culpables del pecado original de la mortalidad-. Muestran su perversa energía, haciendo un chiste de los humildes intentos hacia el confort y la comodidad, convirtiendo las ciudades en cúmulos de polvo, las casas en basura, lo viejo en lo lunático, los niños pequeños en cadáveres, los jóvenes en fiambres. Una y otra vez lo transforman todo, ese pobre animal crudamente destrozado, ese hombre incómodo. Esta fuerza que se burla de la voluntad humana no tiene dinamismo por ella misma. Es simplemente voluntad humana.

         La fotografía, como todas las artes, trabaja proporcionando una combinación de reconocimiento y sorpresa. Lo especial en ella radica en la forma en la que busca extraer una prolongada meditación a partir de lo que sucede en el momento. Puede ser empleada como un simple instrumento de memoria, como un vehículo de cuestiones morales, o incluso en servicio de la ambigüedad y la ilusión, pero siempre mantiene alguna relación con la verdad. La verdad, como cualquier artista o periodista sabe, tiene muchos niveles. Alcanzarlos con una cámara debe implicar la combinación de sutileza psicológica y sentido exacto del mundo físico. Como los fotógrafos de la Guerra Civil descubrieron, la naturaleza de la guerra es esquiva y resistente a la representación. Hay una cierta forma que la gente tiene, "in extremis", de intentar preocuparse de lo que queda de sus propios asuntos. La dinámica de las cosas tiende a ir más allá y el propio mundo quiere seguir así para siempre, dejando detrás el momento, la explosión, la muerte individual. La fábrica de las cosas intentará siempre curarse a sí misma.

         A lo largo de las últimas décadas nos hemos acostumbrado a ver escenas de carnicería, normalmente del Tercer Mundo. En el ojo de una videocámara vemos los árboles rotos, las palmeras destrozadas, las tropas del gobierno o disturbios policiales, gente lanzando piedras o camuflándose, bloques de apartamentos abiertos a la luz del día, guerrillas rebeldes disparando un mortero. Hace muchos años, antes de que los Estados Unidos enviaran sus tropas a Vietnam, Tom Wolfe se mofaba de que el búfalo de agua se hubiera convertido en la mascota del "New York Times Magazine". Se refería a los fotógrafos que la revista había enviado a las distintas guerras del sudoeste de Asia y a los que, a menudo, dedicaba sus portadas. El punto del chiste era correcto: la percepción del público estaba saturada y aún lo está más ahora.

         Sin duda alguna debe sonar a instinto de protección el hecho de que tendemos a hacer más convencionales las malas noticias. Los medios de comunicación nos dan la impresión de estar en casa con cosas que en realidad conocemos muy poco. Parte de nuestro trabajo es protegernos de la realidad. El proceso de convencionalización crea clichés, la reducción de cada situación a su nivel más obvio. La guerra tiene su propia sintaxis: su aspecto general es predecible. Hay fotógrafos, algunos de ellos bastante inquisitivos, que finalmente nos permiten restar importancia a lo que la gente está pasando en países lejanos de los que no sabemos nada. El poder del trabajo de Nachtwey radica en su constante búsqueda del misterio. Su trabajo nunca es obvio. Su ojo está siempre en la ación de ser sorprendido, encontrando la extrañeza, viendo el "elefante".

         Así como hay clichés periodísticos, también los hay morales. Y así como un cliché periodístico es el cadáver de una intuición, así los clichés son los restos de una observación moral, la moralidad reducida a moralizar. La mayoría de nosotros estamos bastante seguros de que favorecemos a los niños y detestamos la guerra. La yuxtaposición de un niño y un campo de batalla es siempre molesta. Contemplando cosas como esa, nos gusta experimentar nuestra compasión por la forma en la que aumenta nuestra autoestima. Estas fotografías no nos lo permiten tan fácilmente.

         El arte del cliché moral está lleno de respuestas, confiadas y sentimentales. La distancia entre moralización y propaganda no es grande. Acercando las ambigüedades, el cliché moral insiste en una sola respuesta correcta. Haciéndolo así fracasa, no sólo estéticamente, sino moralmente. Las fotografías de "Semillas de la guerra", con su tensión, sus inexorables cuestiones y su trágica ambigüedad, representan el arte haciendo el trabajo por el cual existe.

         Los soldados americanos en el Vietnam tenían una frase que se repitió una y otra vez durante la guerra. Atrapando una de las más amargas ironías que abundaron en ese lugar, ante la futilidad, el absurdo o el horror, un hombre podría decir a otro simplemente: "Ahí está". Esa era la inefable cualidad en lo más profundo de la guerra, un espíritu que inundaba las cosas. Tenía miles de formas pero siempre era reconocible. Una y otra vez aparecían durante la fracción de un momento para desaparecer en la niebla de la mañana o bajo la luz del sol. Era imposible describirla, pero no había necesidad de describirla. Una vez vista era inequívoca.


Los fotógrafos de guerra.

En fotografía, uno de los mitos más persistentes, y tal vez el más atractivo, es el del foto-reportero de guerra. Referencias unas veces reales, como la vida de Robert Capa -llena de pasiones, amores, tragedias, peligros constantes y una muerte digna del mito viviente en que había conseguido convertirse antes de pisar la mina en Indochina-: otras veces ficticias, como la figura intrépida y desarraigada del hombre del chaleco caqui de bolsillos y cámaras polvorientas, que aparece en tantas películas, hacen que asimilemos todas estas imágenes a la representación viva del aventurero moderno.

En sus aspectos más cínicos, el fotógrafo de guerra sería el observador privilegiado que participa de la fascinación de los aspectos más crudos, de los puntos más extremos de la realidad, sin necesidad de asumir una posición moral expresa ni la mayor parte de las penalidades del conflicto y, sobre todo, teniendo la puerta abierta para abandonar esa realidad en beneficio de otra más confortable.

Muchas veces los aspectos más superficiales del mito son reproducidos en los comportamientos reales junto a una concepción excesivamente "profesional" de la práctica del foto-reporterismo que antepone la búsqueda y divulgación de un tipo de imagen estereotipada y banalizadora del fondo del conflicto para satisfacer los gustos de mercado establecidos, frente a la posibilidad práctica -realizada, por ejemplo, por Nachtwey, que luego, además, puede dominar el mercado- de una imagen mucho más personal donde estén patentes el análisis y las conclusiones de su autor: imágenes que busquen significación en medio de la maraña visual que aísla y descontextualiza el sufrimiento o la muerte.

Y entonces hay que recordar a Capa, junto a su biografía intensa y novelesca, tien una obra en que nos muestra su compromiso personal y profesional con los valores de progreso de los derechos humanos y con la fotografía como vehículo de expresión libre y poderoso.

Y que en fotografía, como en cualquier tipo de actividad humana, el resultado siempre será producto del espíritu de quien lo realiza. Por eso la foto de guerra está necesitada de más espíritus como Capa, como Nachtwey o como Juantxu Rodríguez.


 
Beirut oeste (60Kb) Beirut oeste (Líbano), 1983
Beirut oeste (62Kb) Beirut oeste (Líbano), 1983
Beirut este (56Kb) Beirut este (Líbano), 1982
Haití (82Kb) Puerto Príncipe (Haití), 1988
Huehuetenago (54Kb) Huehuetenago (Guatemala), 1987
Israel (17Kb) El Bireh (Israel), 1988
Leningrado (58Kb) Leningrado (Urss), 1988
San Luis de la reina (70Kb) San Luis de la Reina (El Salvador), 1984
Tecoluca (75Kb) Tecoluca (El Salvador), 1984

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